Por Enrique Solari Swayne
Este valle, que rodea el diminuto Lurigancho, es un valle polvoriento y muy humilde. Además de la Iglesia de la plaza pueblerina, no hay nada memorable. nada digno de mención. Tortuosos callejones, entre tapias averiadas y arbustos deprimidos, por los que avanza sin bríos excesivos, la góndola de Don Eustaquio; el ruinoso Tambo de la hacienda aledaña, la huaca de mi potrero; una que otra ladrillera, uno que otro animal de esqueleto definido. Sin ser mucho, eso es todo. Ningún conocedor del ancho mundo atribuiría a todo esto la importancia que le otorgan los oscuros, flacuchentos niños de mi valle.
Nadie duda que la iglesia tiene algún encanto. «Tiene gracia campesina», dicen siempre los extraños, al mirarla. En efecto, es así. Pero eso es todo. Jamás nadie la ha comparado ni la comparará, a las grandes catedrales de los siglos acabados. Y es muy justo.
Los sinuosos, polvorientos callejones nada tienen que hacer con las grandes de occidente, o de Rusia, o de los gringos. Y las tapias averiadas que los ciñen no podrían evocar las murallas de la China. Nadie, tampoco, osaría pretender que la mustia yerbamala que los sigue, agonizante, nos invita a recordar los jardines de Semiramis, o los parques florecidos de Versalles.
La góndola de Don Eustaquio presta sus servicios, eso sí. Pero hasta el más ingenuo se da cuenta de que no es otra cosa que un enjambre doloroso de flotantes ex—metales, en trance de desintegración definitiva. Sería, pues, locura imaginar que los Sputniks, a su paso, enrojecen de envidia, al mirarla.
Las acequias son, desde luego, numerosas. Tengo que decir, aunque alguien se resienta, que la más importante es la que pasa delante de mi casa, Pero es, tan sólo, una acequia campesina y las aguas que la bañan son escasas y barrosas. Junto al Rhin o al Mississippi, al Támesis o al Nilo, haría un papel, francamente, lastimoso.
La noche de los sábados reúne, en el Tambo, a la flor y nata de la gente de este valle. Las cervezas y los piscos destraban la lengua de la raza silenciosa. El ambiente se caldea y se habla, se opina, se sentencia y vaticina: el algodón y Mauro Mina, Ranrahirca, Gladys Zender. Pero es gente muy humilde y es ingenuo lo que dice. Tampoco aquí nada recuerda al jardín de Akademos, a la quinta esencia de la Grecia en torno al sabio de Estagira.
En el centro del bullicio inesperado y silencioso, está Don Braulio. Él sabe que el sereno de la noche influye en la hiel y en los humores. Pero sus graves teorías no han despertado aún el interés del comité del Premio Nóbel y todo hace presumir que esto nunca llegará a realizarse.
La Ladrillera del Borrao es la más grande. Tan grande que transporta sus ladrillos en un camión propio que se llama «El Suavecito». Muchos hombres trabajan para él. Uno de ellos sienta en las noches, bajo un sauce y hace sonar su quena hasta el amanecer. Más la ladrillera del Borrao no recuerda en nada el Ruhrgebiet o a los Urales y el quenista de la noche no sería reclamado por von Karajan para su orquesta,
El cementerio clandestino, donde pienso reposar, algún día, para siempre, más que suntuosa necrópolis parece un muladar avergonzado. Latas de kerosene y flores de papel permiten ubicar a los difuntos. ¡Qué tendrá que hacer todo ello con Westmister la nombrada con las tumbas tan famosas del tétrico Escorial!
El burro de Don Cosme, mejor dicho, el asno que es, para Don Cosne, indispensable medio de transporte, presenta todos los defectos que pueda presentar un equino de edad tan avanzada; mataduras y raquitis, vejias y calvicie contundente. Pero el dueño lo cabalga con orgullo, ignorando que su bestia sería imprescindible en el padock distinguido de Epson ó Longchamps.
Finalmente, quiero referirme a la huaca que se eleva en mi potrero. «No tiene importancia arqueológica», dicen los sabios. En cambio, Don Colán, conferenciando ante los atónitos niños de este valle, afirma ver salir de sus entrañas, ciertas fechas que él no dice, cierto toro con los cuernos de oro puro. Pero, aunque eso fuese, por ventura, verdadero, esta huaca sería del todo inadmisible junto al pasmo milagroso de la Acrópolis eterna.
Siento mucho, pues, tener que confesar que, en este valle, no hay nada, nada digno de mención. Nada, en suma, que pudiera interesar a otros seres que a los niños o a los simples, o aquellos que, un día, decidimos, sin saber decir por qué, trasladar nuestra existencia a este mundo que he descrito sin mentir.
A no ser…, pero…¡Que importa ! ¡A quién le podría interesar! A no ser que aquí nunca se hizo mal a nadie, pudiéndose evitarlo. A no ser que, aquí, todo el mundo se saluda con cariño: «¿qué hay de nuevo Don Eustaquio?» «Buenas noches, Don Colán». A no ser que aquí ignoramos los helados pesimismos que envenenan el deseo de vivir. A no ser que, si bien no tenemos la culpa de que se encuentre dónde está. A no ser que, si bien nuestro espíritu sigue mezquinamente aferrado al ritmo misteriosos de la siembra y la cosecha, al júbilo pequeño de la boda campesina, al universo humilde mal descrito más arriba, nada tuvimos que ver, nada, con los lúgubres recintos de Dachau y Lathaueen, nada los gritos de terror de Hiroshima y Nagasaki, nada con los tanques avanzando en el destruido Budapest,
No es que no sintamos la brisa promisoria de los tiempos venideros. Deseamos que ellos traigan para todos justicia y dignidad. Aquí están nuestros brazos, para ello si hace falta.
Pero ojalá que aquello que forma los encantos, la íntima sustancia de este valle, no tenga que morir en aras del futuro. Será que aquí aún persiste el alma de los huanchos, que fuera apacible, que viera, en lo humilde un halo de grandeza; el alma misteriosa de los antepasados que aquí tuvieron hijos, criaron sus ganados, alzaron sus viviendas, temieron a sus dioses, cumplieron su destino y fueron enterrados.
Será, quizás, por eso, o por algo parecido, que, desde el chisporroteante concierto nocturno de los grillos, que azotan agoreras, las lechuzas al pasar, habla a mi corazón, todas las noches, una voz antigua y pura. Y habla y habla y habla de no sé qué destino codiciable, de no sé qué vaga promesa enamorada, que no entiende, de un vivir justificado en sencillos mandamientos, de un posible heroísmo sin corona de laurel. Te escucho, voz de la tierra, inmemorial, rocío para mi alma inesperada. Te escucho y te obedezco. Gracias, valle para mi tan venturoso, gente que te habita, cuya sola vecindad me enorgullece.
*Texto publicado en 1971 por Enrique Solari, poeta, dramaturgo y vecino de San Juan de Lurigancho.
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