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Los últimos días del batallón de Reserva Rural de Lurigancho, 1881

Por Julio Abanto Llaque, arqueólogo.-

Nunca imagine que detrás esos enormes y tirados cañones que vi en mi niñez, en las cumbres de Cerro San Cristóbal, se escondía una alucinante historia. El siguiente relato es un homenaje a nuestro antiguos pobladores que pelearon por la defensa de Lima el 13 de enero 1881. Dos cosas nos inspiran: el hallazgo de objetos militares en las alturas de las pampas de Canto Grande y el libro la Batalla de Lima de Guillermo Thorndike.
Eran los primeros días del mes de enero de 1881. En la extensa pampa de la quebrada Cantogrande, la mañana se siente fresca para los soldados que conforman el Escuadrón de Reserva Rural de Lurigancho, que solo esperan unirse al glorioso Batallón Lima 61, la reserva desde hace algunas semanas se ha dedicado a entrenar y reclutar a todos aquellos jóvenes y adultos que deben participar en la defensa de la patria, – erróneamente se cree – el enemigo vendrá por el norte y posiblemente desembarque en la bahía de Ancón, por ello se dispuso a esta pequeña milicia cerca al valle limeño.

Algunos de los cerros que rodean la ciudad Capital, se han convertido en modestos fortines. Piérola, en el más grande error cree que los chilenos atacarán desde el norte de Lima, es por ello que la cima del cerro San Cristóbal contiene poderosas piezas de artillería, en los terrenos de las haciendas Flores y Zárate se han levantado algunas defensas. Las únicas víctimas que hasta ese momento han provocado los obuses del cerro en esta guerra, son unos cuantos peruanos que murieron, al caerles, en el accidentado trasladado hasta la cumbre, la pesada carga de cañones y municiones, “la ciudadela Piérola”, como se conoce al fortín, está al mando del heroico Villavicencio y cuenta entre sus artilleros a los mejores de su escuadra. El mismo capitán se encargará de inutilizar esos cañones si el enemigo toma la ciudad.

Más allá de los cañaverales y los sembríos de alfalfa, que durante las tardes se baten con el viento, se encuentran acantonadas las tropas que conforman el noble batallón, las pampas nada tienen que ver con el bucólico paisaje que despierta al campesino con su fresco aliento, con su tenue soplido que viene del sur y se detiene en la cadena de cerros que encierran todo el apacible valle. Además del pueblito que existe en aquel lugar, al atravesar el fértil campo uno puede divisar una serie de rancherías y antiguas haciendas que se comunican por polvorientos caminos, cuyos bordes están definidos por acequias y gruesos muros de tapia.

A las pampas se llega siguiendo un ancho camino que va pegado a las faldas del cerro San Jerónimo, además de atravesar una antigua huaca deben seguir algunos kilómetros hasta las planicies pedregosas de Cantogrande, allí donde no hay agua; sólo las huellas de aluviones que en épocas de fuertes lluvias bajan cortando el desértico suelo. Al menos en las pampas no son molestados por las nubes de mosquitos y zancudos que durante el atardecer aparecen para transmitir la temida terciana.
En estas estériles pampas, los cerca de cuatrocientos reclutas, realizan largas jornadas de arduo entrenamiento, sumando a ello las difíciles condiciones del improvisado campamento que han empezado a dañar la salud de sesenta valerosos combatientes, la disentería podría extenderse en todo el lugar. Los jóvenes soldados, en su mayoría procedentes de Chosica, han llegado después de una fatigosa caminata y esperan dar lo mejor de sí para cuando llegue la batalla. En Lurigancho, los campos del valle lucen despoblados, sus hijos se han puesto a disposición del servicio, muchos de ellos no cuentan con uniforme y menos con un arma decente, algunos reclutas han traído consigo sus carabinas y rifles personales, orgullosa herencia familiar, que por cierto no matarían ni a un recio venado.

Las cálidas noches bañadas por ese manto de estrellas suelen ser interrumpidas por la presencia de pequeños zorros que bajan por las quebradas, atraídos por el olor de los desperdicios de la escasa comida. La tranquilidad que domina el ambiente se interrumpe con el estallido de un balazo que hace eco en las mismas cumbres del cerro Matacaballo.
–          ¡Carajo!, ¿Qué fue eso? –  Grita un joven sargento.
–          ¡Sólo espanto a esos animales, señor!- Responde enérgicamente el raso Collantes.
–          Será mejor que deje de jugar, esas balas nos harán falta.
–          ¡Sí señor!, vuelve a responder Collantes, como dándose cuenta de su torpeza
A pesar de la noble decisión que muestran ellos, este pequeño ejército no cuenta con una apropiada vestimenta militar, ni un buen armamento, el mismo soldado Collantes sigue vistiendo su pantalón de faena y sus ojotas de cuero. Después del incidente casi todos han despertado y desde los orificios de sus pequeñas tiendas contemplan esas minúsculas luces del espacio, en el silencio se logra escuchar el débil llanto de algunos soldados. Llorar es inevitable, se extraña la brisa de la campiña, ese olor a tierra mojada y el sonido del viento durante las noches de verano que se corta con el vuelo de las lechuzas y el ensordecedor ruido de las cigarras y sapos, sí, al mirar ese cielo todo eso se recuerda; se recuerda a la familia, los días de faena, la fiesta al patrón San Juan, sí, todo eso se recuerda.

Desde muy temprano y casi todos los días el batallón recibe la visita de los pastores Jicamarca, quienes no pueden evitar la curiosidad de saber cómo se encuentra estos valerosos hombres y siempre les  proveen un poco de queso, carne o leche fresca. Su presencia en estas tierras es milenaria, acompañados de sus rebaños de cabras y vacunos instalan sus carpas entre los cerros que durante estos tiempos ya están dejando el verdor de la estación de lomas, pronto tendrán que retornar a las alturas del Santa Eulalia. Todas las tardes cruzan desde el valle hasta las colinas, levantando al paso, su centenar rebaño una infinita nube de polvo.
Antes de la habitual rutina los soldados levantan sus carpas Eustaquio, que es uno de esos firmes muchachos que están decididos a entregar su vida por la patria, por ese país del cual poco conoce, pues nunca ha salido más allá de su valle, recibe la visita de su padre. Su padre Don Fermín Colán, quien es dueño de un pequeño tambo en el pueblito, a sus 72 años tiene que atravesar Lurigancho, conoce casi todas las haciendas, en casi todas a hecho algún trabajo. Al final, se encuentra con su hijo a quién casi a escondidas le entrega un plato de fiambre.

–    Hijo, si tuviera tu edad yo también iría. Sólo taita Dios sabe a cuántos abigeos y  ladrones he matao a puro golpe. ¿Sabías que tu abuelo fue un montonero?, qué luchó a favor de la independencia de la tierra que hoy te toca defender… Ese hombre es una leyenda por estas tierras, ¿lo sabías?.-sentencia con orgullo el viejo
–          Usted me lo contó, con ésta, unas trescientas veces, creo – Responde Eustaquio casi sonriendo y llenándose la boca con el delicioso manjar.
–          Tu mamita tiene miedo, ¡si esos chilenos nos ganan quizás destruyan y saqueen todo lo que encuentren!, así ha pasado en las haciendas del norte.
–          Padre, no tengo miedo y dile a mi madre que esté tranquila. Al curita ruégale que el domingo rece por nosotros.
–          Sabes hijito, las tardes son tristes, nadie toma el sol en la placita. Faltan esos muchachos que se pelean por enamorar a la hija de doña Juana.
–          Bueno, cuando regrese me casaré con ella – Ambos se abrazan riendo y se despiden. Don Fermín, regresa a paso lento a casa, sin dejar que su hijo se diera cuenta que está llorando.
Han pasado varios días de tensa espera, la mañana aparece con una ligera neblina y se ha dado la orden de levantar el campamento, Dos días antes, un jinete trajo la nueva orden y deben de trasladase al otro lado del río. Desde hace algunos días todo Lima está en movilización, ya se sabe que el enemigo desembarcó en las playas del sur de Lima, los ferrocarriles y caminos a Chorrillos, Miraflores y San Juan, están saturadas de tropas que se alistan a hacerle frente a enemigo.

“Allí están los valientes”, murmuran los viejos campesinos que han quedado para cuidar de los campos, el miedo de la guerra ha dejado el valle casi vacío, los caminos polvorientos sólo son transitados por güerequeques y guardacaballos, esos pájaros negros de larga cola que vuelan hasta las chacras para recoger lo que ha quedado entre el rastrojo, todo alimento ha sido llevado a la capital, aquí la gente de las haciendas y el pueblito tiene poco que comer. Algunos soldados conocen estos campos, ellos miran su tierra como si fuera la última vez; de niños han correteado en ellos, han cortado alfalfa, han arrancado algodón con los chinos y mulatos, quizás para algunos sea la última vez que vean este paisaje.
El Jefe del Batallón alienta a su ejército dando inicio a la marcha con un sonoro: ¡Viva el Perú, carajo!. A un sólo ritmo retumba los tambores en Cantogrande. Hoy por la tarde llegaran hasta la hacienda Tebes, en el valle de Surco. En algunos días en las pampas de San Juan pelearan al mando del coronel Domingo Ayarza y al lado del máximo héroe Andrés Avelino Cáceres. Antes de cruzar “el hablador”, los valientes levantan la mirada al cerro San Cristóbal y son concientes  que sus poderosos cañones estarán muy lejos del campo de batalla. El silencio entre ellos es una muestra de la angustia al no saber si regresaran a su hogar.

Días después de iniciada la batalla y perdida toda esperanza de victoria, el 15 de enero los chilenos rompen el armisticio y el dictador Piérola acompañado del general Buendía con varios de sus oficiales y soldados huyen por Cantogrande a Chocas, pueblo que se ubica al interior del valle Chillón. Cáceres por su parte está decidido a convertirse en un dolor de cabeza para los invasores. En los días de lucha hombres y mujeres, jóvenes y ancianos dieron su vida en una batalla desigual y como águilas furiosas sus almas han levantado vuelo al infinito cielo donde sólo descansan los valientes.

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